Ha jugado en tres de los equipos (Liverpool, Real Madrid y Bayer Múnich) más potentes de Europa, ha marcado goles decisivos y ha conseguido casi todos los trofeos, pero el partido más importante de su vida lo está jugando contra la Hacienda Pública española y su brazo armado, la Agencia Estatal de Administración Tributaria (AEAT). Xabi Alonso, 40 años, va ganando el choque por 2 goles a 0, pero el equipo contrario, en el que juegan la Fiscalía y la Abogacía del Estado, además de la Inspección de Hacienda, no se resigna a perder. Un particular no puede torcerle el pulso al aparato del Estado, obligado a apabullar, reducir a cenizas al contrario, aunque sea empleando juego sucio. Crearía un precedente peligroso para los enemigos de la libertad individual. Desde 2019 Alonso vive en un sin vivir a cuenta de su choque con la AEAT, tras haberse negado a aceptar un acta de conformidad y no rendirse a las puertas mismas del juicio penal, como terminaron haciendo otras estrellas del balompié (Messi, Cristiano Ronaldo y tantos otros, que finalmente claudicaron). “Hubiera sido mucho más cómodo llegar a un acuerdo con Hacienda y conformar, pero entendimos que lo que habíamos hecho era lo correcto y que no podíamos ceder al chantaje. Ha sido una cuestión de principios”. 

El conflicto tiene que ver con la sociedad constituida por Alonso, explotadora de sus derechos de imagen, que según Hacienda no pasa de ser una ficción creada por el futbolista para reducir indebidamente el pago de impuestos. Con el pleito en vía penal, la Audiencia Provincial de Madrid se pronunció en noviembre de 2019 absolviendo de forma concluyente al deportista. De nada valieron las trampas empleadas por la Inspección en la vista ni la agresividad con la que se emplearon las inspectoras declarantes. El equipo perdedor recurrió ante el Tribunal Superior de Justicia de Madrid (TSJM), quien, sin poner en cuestión el cumplimiento por parte del denunciado de sus obligaciones tributarias, argumentó que la Audiencia estaba obligada a motivar con mayor claridad en este caso la aplicación del régimen de los derechos de imagen, cosa que ha terminado haciendo cumplidamente en una nueva sentencia conocida en abril pasado, con todos los pronunciamientos favorables a Alonso. Pero el “conglomerado” AEAT, Abogacía del Estado y Fiscalía no se resigna a perder, por lo que días después, finales de abril, presentó nuevo recurso, arremetiendo duramente (“irracional motivación fáctica”) contra los jueces de la Audiencia que no les dan la razón y exigiendo repetir el juicio, con argumentos nuevos y un tribunal diferente, además. Es la dictadura de la Agencia Tributaria.

Pleitear con la Agencia Tributaria es exponerse a perder hasta la camisa

Conviene aclarar que Alonso y su representante legal han rechazado reiteradas ofertas del “conglomerado” para suscribir un pacto extrajudicial mediante el cual el futbolista se declararía culpable a cambio de una reducción considerable en las penas solicitadas, como han hecho tantos famosos, habiendo resistido, además, la inclusión de su abogado, Iván Zaldúa, en la acusación como un elemento más de presión para alcanzar ese pacto. Alonso y Zaldúa han demostrado que no siempre ganan los malos, pero es justo reconocer que constituye una heroicidad el solo hecho de enfrentarse a Hacienda y rechazar su ‘diktat’. Tras la sensación de pánico inicial, la inmensa mayoría de los afectados por una inspección fiscal sienten la inmediata tentación de plegarse a las exigencias del inspector de turno. Pleitear con la Agencia Tributaria es exponerse a perder hasta la camisa.

La modificación de la LGT del año 2003, junto a un real decreto de 2007, permiten al inspector actuario culminar su labor de comprobación e investigación en un “acta con acuerdo” cuando el resultado de sus pesquisas no aporte datos ciertos por la dificultad en la apreciación de los hechos o en su cuantificación. En otras palabras, cuando el inspector no tenga claro por dónde meter la navaja al investigado. La vaguedad de los supuestos determinantes de estas “actas con acuerdo” es tal que, en la práctica, basta la voluntad de acordar y transigir (más la constitución de las correspondientes garantías de pago) para que se formalicen las mismas. Gana la Inspección, que se asegura el cobro de una deuda tributaria y el importe de una sanción pecuniaria, irrecurrible además. Y pierde el obligado tributario, que acepta el canje a cambio de una reducción del 50% de las sanciones impuestas y de quitarse la inspección de encima. Todo el proceso conlleva un claro atropello a algunas garantías constitucionales como la seguridad jurídica, la igualdad (art 14 de la CE) en la aplicación de la Ley, o la capacidad económica como criterio y medida de contribución al sostenimiento de los gastos públicos, y condición de posibilidad del “sistema tributario justo”, tal como establece el art 31 de la CE.

El bonus de los inspectores depende del número de actas que sean capaces de levantar, con la peculiaridad de que si el afectado recurre y la sanción llega a anularse, ya se ha embolsado el plus y no tiene ninguna obligación de devolverlo

La AEAT recauda casi el 90% de los ingresos no financieros del Estado, lo que habla de papel clave que el organismo juega para cualquier Gobierno a la hora de reducir déficit (derecha) o poder gastar a más y mejor (izquierda). La presión para calcular los ingresos fiscales en los PGE anuales es máxima, y se reparte en cascada desde el ministro del ramo hasta el último de los inspectores, a quienes se fijan objetivos de los que depende en gran medida su remuneración anual. No hay un solo organismo del Estado en el que el sueldo del funcionario dependa en tal grado de los variables como en la AEAT. Los inspectores matan por lograr esos objetivos, concretados en lo que en el argot de llama “liquidar deuda”. Su bonus depende del número de actas que sean capaces de levantar, con la peculiaridad de que si el afectado recurre y la sanción llega a anularse (los tribunales económico administrativos suelen anular el 50% de lo que se recurre y otro tanto sucede cuando el litigio llega a lo contencioso administrativo), el inspector ya se ha embolsado su plus y no tiene ninguna obligación de devolverlo. Peor aún, no recibe ningún apercibimiento, no es objeto de ninguna penalización. Ninguna responsabilidad personal que pueda derivarse de una mala práctica, una injusticia flagrante o un caso de presunta corrupción. Su prestigio personal y/o profesional no está en juego. Ni el inspector ni el abogado del Estado ni el fiscal aparecen con nombre y apellidos en el procedimiento. El velo de opacidad que envuelve su trabajo es total. Tiran con pólvora del rey.

El inspector, conviene insistir, cobra por acta levantada, con independencia de la suerte que, en caso de recurso, corra luego el pleito en Hacienda o en los tribunales de lo contencioso. Es un sistema que contiene en sí mismo incentivos perversos para el abuso sistemático. El “conglomerado” no tiene que preocuparse de los costes del proceso. La AEAT no incurre en costas propias, pero si gana repercute al contribuyente las tarifas del Colegio de Abogados, cosa que el juez no le permite hacer al particular en su caso. El variable puede llegar a representar hasta el 40% de los ingresos totales de un inspector que parte de un salario anual bruto de 60.000 euros recién ingresado en la AEAT, porcentaje que explica que el funcionario despliegue sus mejores esfuerzos en la maximización de la bolsa de productividad. En el caso de los inspectores encargados de elevar las denuncias a la vía penal (delito fiscal), su bonus es más problemático por cuanto es el juez quien termina liquidando la deuda, lo que explica que las denuncias infundadas surjan como las setas en primavera. Los hay, en fin, que se dedican a recaudar lo que otros ya han liquidado, cuyo variable depende de los embargos que sean capaces de efectuar: embargo por deuda en firme o embargo cautelar (para evitar alzamiento de bienes), posibilidades ambas susceptibles de ser usadas de forma tan arbitraria como torticera.

Es duro alcanzar la meta de ser inspector de la AEAT, y es también obvio que el recién llegado está por lo general muy bien preparado y con la autoestima por las nubes, creídos y crecidos

Es verdad que la lista de quienes van a ser investigados se hace de forma automática sin la intervención del cuerpo de inspección, lo cual no es un alivio menor en tanto en cuanto excluye de la ecuación ab initio potenciales venganzas personales o enemistades políticas. No puede afirmarse lo mismo una vez que el investigado está en manos del inspector de turno. Un candidato a ingresar en la AEAT suele terminar la carrera con 22/24 años, emplea entre dos y cuatro más en aprobar la oposición y pasa después año y medio en el centro de formación de nuevos funcionarios. Es duro alcanzar esa meta, y es también obvio que el recién llegado está por lo general muy bien preparado y con la autoestima por las nubes, creídos y crecidos. El aterrizaje en la realidad suele ocurrir cuando, ya metido en faena, se tropieza con el dosier de un constructor, un albañil enriquecido titulado en la universidad de la calle, haciendo alarde de cuentas millonarias ante un muchacho/a (porque ahora casi todas son mujeres) que las ha pasado canutas para alcanzar su objetivo.

“Las nuevas hornadas de inspectores son mucho más duras, más intransigentes, más impermeables a los derechos del contribuyente que las viejas”, asegura un fiscalista madrileño, “seguramente porque tienen que hacer méritos, de modo que en lugar de someterse al principio de legalidad actúan con la arbitrariedad por bandera”. Son los nuevos Robin Hood, dispuestos a quitar el dinero a los ricos no para dárselo a los pobres, sino para engordar las arcas de un Estado elefantiásico que devora recursos con desprecio absoluto a la más elemental relación coste/beneficio. Son los nuevos corsarios, gente que actúa con total libertad –¿impunidad?– para exprimir a sus presas –en general pymes y clases medias, porque las grandes empresas, como las grandes fortunas, disponen de un ejército de abogados listo para pleitear con la AEAT lo que sea menester– a cambio de allegar fondos para ese Estado siempre necesitado de dinero. Aunque es notable la nómina de funcionarios de la AEAT que deben ser calificados como perfectos demócratas, hay una parte que solo concibe su existencia actuando en funciones de inspección, que pasan 20 o 30 años de su vida haciendo lo mismo y que terminan con la mente deformada, de modo y manera que el contribuyente que tiene la desgracia de caer en sus manos puede tener la seguridad de ser considerado como un defraudador y tratado como tal. No hay derechos y libertades que valgan.

Nadie se atreve a denunciar la indefensión en que se encuentran los inspeccionados por miedo a represalias

El resultado es que la Agencia Tributaria causa miedo, terror, acojono. Un asunto tabú en los medios de comunicación. Nadie se atreve a denunciar la indefensión en que se encuentran los inspeccionados por miedo a represalias. Nadie, a revelar la sistemática conculcación de derechos fundamentales reconocidos por la Constitución. El resultado es que, lejos de ser una institución más que respetable a tenor de la importancia de su labor, centrada en la persecución del fraude fiscal, la imagen pública de la AEAT no puede ser peor. “La Hacienda pública se ha convertido en agente de la razón de Estado. Una razón que descansa sobre un solo pilar, el de la recaudación. En el margen del camino ha ido quedando, primero, la ley; más tarde, la seguridad jurídica, y unos metros más allá, las garantías y los derechos del contribuyente”. Es una frase contenida en la llamada ‘Declaración de Granada’, documento suscrito por 35 catedráticos de Derecho Financiero y Tributario que en mayo de 2018 se reunieron en la capital andaluza para analizar el funcionamiento de la Hacienda Pública en su relación con los contribuyentes.

Desde entonces las cosas no han hecho sino empeorar, porque nada puede mejorar en una democracia cuya proverbial pobre calidad viene siendo conculcada en los últimos tiempos por todo tipo de atropellos, muchos de ellos tolerados, si no inducidos, desde la propia esfera del poder político. Hacienda acaba de anunciar la contratación de 2.600 empleados más (entre inspectores, técnicos y administrativos) para engordar la plantilla de la AEAT. Todo sea por recaudar, mientras el presidente de los inspectores, Julio Pérez Boga, reclama, en una reciente entrevista, “más competencias investigadoras” para su gente, y el director general de la AT, Jesús Gascón, ha anunciado la preparación de una norma para permitir que los inspectores puedan entrar en los domicilios de los contribuyentes y en las sedes de las empresas sin previo aviso. El terror avanza.

El Gobierno Aznar intentó poner remedio a este estado de cosas con la Ley 1/1998, de 26 de febrero, de Derechos y Garantías de los Contribuyentes, pero desde que se aprobó todas las normas que han ido apareciendo han estado dirigidas a rebajar el contenido de la ley, a reducir exigencias y podar garantías, tarea en la que se distinguió ese triste dúo formado por Mariano Rajoy y su amigo Cristóbal Montoro, representantes de la peor derecha imaginable. Urge democratizar la Agencia Tributaria, acabar con la tiranía de los inspectores de Hacienda. Urge emprender una reforma como la que en su día llevó a cabo el presidente Reagan en Estados Unidos con un Internal Revenue Service (IRS) en profunda crisis, víctima de los mismo abusos que hoy se denuncian en la AEAT, para convertirlo en una institución encargada del cumplimiento de las leyes tributarias y de la recaudación fiscal perfectamente democrática, es decir, respetuosa con los derechos y libertades del ciudadano contribuyente.    

Fuente: Voz Populi – Opinión de Jesús Cacho